sábado, 15 de octubre de 2016

DISPENSADORES DEL PERDÓN Y LA MISERICORDIA DE DIOS

 LA CONFESIÓN EN EL AÑO DE LA MISERICORDIA

A). Introducción: Una tarea urgente.

Uno de los pilares fundamentales en la vida de todo sacerdote es la vivencia del perdón, recibido y concedido. El presbítero ante la inmensidad de la gracia de la que es depositario desde el momento de su consagración, está llamado a ser dispensador del perdón de Cristo.  Nuestra Iglesia está cobijada a la mirada protectora de San José, quien después de la Virgen Santísima, es “el más apreciado de Dios para impetrar las divinas gracias a favor de sus devotos” (San Alfonso María de Ligorio), una de las cuales es, sin lugar a dudas, el arrepentimiento, la absolución y la vida penitente, espiritual y físicamente entendida. Aquel espíritu de penitencia que nos habla la Escritura, y que en el oficio solemos repetir: “un corazón quebrantado Tú no lo desprecias, Señor” (Salmo L), es la gracia necesaria para nuestro tiempo, donde la culpabilidad se diluye en justificaciones naturalistas que terminan esterilizando, sino castrando la posibilidad de una verdadera conversión.

Toda nuestra vida, sea en los años de seminario, en un convento, y luego, en el ejercicio del ministerio, está marcada por una verdad,  que debería hacernos –simplemente- temblar por su grandeza: millares de conversiones, confesiones, reconciliaciones, pasarán por lo que buenamente hagamos, y con nuestras negligencias –quizás- serán causa de provocar numerosas condenaciones. Guiovanni Guareschi es el autor de una serie de novelas que posteriormente se llevaron al cine, en la década del cincuenta. Relata la vida de Don Camilo, sacerdote de un pueblo italiano de Brescello, en la región de Reggio Emilia luego de guerra, que constantemente entra en conflicto con el alcalde de la localidad, de profesión mecánico y activo militante de la hoz y el martillo. Lo importante es cómo hablaba con Jesús, cuya imagen pendiente sobre el altar le hablaba “de tú a tú”.  En una oportunidad ante la dureza de trato que había tenido aquel  hombre de hábito talar con unos feligreses, le recuerda “si se condenan, será en parte, tu responsabilidad”, por lo que, el empeñoso párroco termina accediendo a la solicitud hecha por Don Pepone, el alcalde de la ciudad.

En muchas ocasiones, escucharán hablar de “responsabilidades”, “encargos”, “tareas y servicios”, más, dichas realidades –importantes- ciertamente, en el caso del sacramento de la confesión, es de trascendencia prioritaria. No puede quedar relegado a un aspecto añadido o accesorio, que pueda estar o no. Ningún consagrado puede marginarse ni marginar en su obrar pastoral del sacramento de la confesión, porque ello implicaría mutilar la voluntad salvífica de Cristo, que instituyó dicho medio de salvación para darnos su perdón.

 

Muchos males del mundo realmente existen por ausencia del sacramento: el sacerdote puede tener horarios de confesiones, ello es oportuno y adecuado, pero debe estar pronto a cualquier hora, tal como en el caso de los enfermos, para administrar dicho medio salvífico, teniendo presente que con la premura y disponibilidad que se tenga, las gracias concedidas por el Señor serán mayores.  En realidad, el criterio de la extremaunción y confesión indica que deberían  ser tenidos como equiparable: ambos son igualmente necesarios, ambos dan gozo en los cielos, pues “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos(San Lucas XV, 3). Cuántas serán las bendiciones que Dios concederá a un sacerdote que al estar pronto en el perdón, es capaz de saca una sonrisa a Dios.

B). El sacerdote debe rezar por la conversión de sus fieles.
El camino de la mediación del sacerdote, es prefigurado en el Antiguo Testamento. Grandes profetas y reyes, hicieron penitencia para obtener, de parte de Dios, el perdón necesario para su pueblo. La oración perseverante de Moisés obtuvo la fuerza de los suyos encabezados por Josué (Éxodo XVII, 8-13). La fortaleza en el combate, para conquistar una ciudad, bien podemos entenderla –también- desde la victoria de una virtud. Importante puede ser haber vencido una ciudad agresora del pueblo amalecita; mayor mérito tiene el haber vencido una tentación a fuerza de la virtud.

El profeta Jonás para alcanzar la conversión y el perdón de los habitantes de Nínive –capital de asiria- debió hacer,  él y todos sus habitantes, mucha  penitencia física, que siempre es grata a Dios, porque configura a los sufrimientos de su Hijo Unigénito en la Cruz. Por aquellos días, dice la Escritura: “Vino la palabra del Señor sobre Jonás: «Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo.» Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: « ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!» Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistie­ron de saco, grandes y pequeños. Llegó el mensaje al rey de Nínive; se levantó del trono, dejó el manto, se cubrió de saco, se sentó en el polvo y mandó al heraldo a proclamar en su nombre a Nínive: «Hombres y animales, vacas y ovejas, no prueben bocado, no pasten ni beban; vístanse de saco hombres y animales; invo­quen fervientemente a Dios, que se convierta cada cual de su mala vida y de la violencia de sus manos; quizá se arre­pienta, se compadezca Dios, quizá cese el incendio de su ira, y no pereceremos.» Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compa­deció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó” (Jonás III, 1-10)

                                                                
El sacramento de la confesión es “uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo” (15 de Mayo del 2005). En efecto, acudiendo al perdón de Dios se aprende también a pedir perdón a los demás y a perdonar; a encontrar la paz interior y promover la paz exterior. Condiciones, todas ellas, que permiten aportar un granito de arena en la construcción de un mundo mejor, sin escepticismos ni ingenuidades. En verdad, el sacerdote es importante no sólo por lo que  hace sino, sobre todo, por lo que es, vale decir: un dispensador, repartidor del perdón de Dios, que no sólo lo hace en representación de un tercero, sino a nombre de quien hace las veces como otro Jesús.

Al actuar in persona christi implica procurar ser a la vez: Padre, médico, doctor, y juez. Hermosa meditación es la que Juan Pablo Magno dirigió a los religiosos en Italia: “Como padre, acogerá a los penitentes con amor sincero, manifestando una comprensión mayor a los que hayan pecado más, y después los despedirá con palabras impregnadas de misericordia a fin de alentarlos  a volver al camino de la vida cristiana. Como médico, deberá diagnosticar con prudencia las raíces del mal y sugerir al penitente la terapia oportuna, gracias a la cual pueda vivir conforme a la dignidad y a la responsabilidad de persona creada a imagen de Dios. Como maestro, buscará conocer a fondo la ley de Dios, profundizando los diversos aspectos con el estudio de la teología moral, de manera que no dé al penitente opciones personales, sino lo que el magisterio de la Iglesia enseña auténticamente. Como juez, en fin, practicará la equidad. Es necesario que el sacerdote juzgue siempre de acuerdo con la verdad, y no según las apariencias, preocupándose por hacer comprender al penitente que en el corazón paterno de Dios hay lugar también para él” (12 de Noviembre de 1990).

Uno de los profesores que encontré más “novedoso” por el método de enseñanza en la época escolar, fue el de música. Hacía escuchar obras completas mientras él iba actuando o gesticulando la música. Una de esas obras fue la “Obertura 1812” que se ha convertido en pieza obligada del repertorio orquestal y de la historia musical rusa. Fue compuesta por encargo de Antón Rubinstein para ser interpretada en una exposición en Moscú, por lo que el autor elige el tema patriótico de la resistencia de su país frente a la invasión napoleónica. En la obra podemos oír fragmentos del himno francés, La Marsellesa, y una verdadera descripción sonora de una batalla, con sus ataques de la caballería y el combate cuerpo a cuerpo. De fondo siempre parece surgir la misma melodía. 

Lo anterior me hace recordar que, para lograr la perfección sacerdotal aquellos sacerdotes que han alcanzado la santidad y que nuestra Iglesia nos presenta como modelos a imitar, tuvieron en común, como en una sinfonía de virtudes, una “melodía de fondo” que les acompañó a lo largo de toda su consagración y ministerio, fue su dedicación y opción preferencial a la confesión sacramental. Permítanme recordar a algunos de ellos: el Padre Pio de Pietralcina, El Santo Cura de Ars, San Alfonso María de Ligorio y San Alberto Hurtado Cruchaga.

C). Largas horas de confesionario para alcanzar una eternidad.

1. El Padre Pío de Pietralcina  fue generoso dispensador de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos a través de la acogida, de la dirección espiritual y especialmente de la administración de  la confesión sacramental. El ministerio del confesonario, que constituye uno de los rasgos distintivos de su apostolado, atraía a multitudes innumerables de fieles al convento de San Giovanni Rotondo. Aunque aquel singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza, estos, tomando conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo pacificador del perdón sacramental. Dios permita que su ejemplo anime a todo nuevo consagrado, a prepararse con diligencia y santidad, al examen de “Ad audiendas confessiones” para que en el futuro puedan desempeñar con alegría y asiduidad dicho ministerio, tan importante para la vida actual de la Iglesia y su futuro mismo.

2. En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía de Ars, le preguntaron qué había visto allí. Y contestó: “He visto a Dios en un hombre”. Esto mismo hemos de pedir hoy al Señor que se pueda decir de cada sacerdote, por su santidad de vida, por su unión con Dios, por su preocupación por las almas. En el sacramento del Orden, el sacerdote es constituido ministro de Dios y “dispensador de sus tesoros”, como le llama San Pablo. Estos tesoros son: la Palabra divina en la predicación; el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Santa Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la tarea divina por excelencia, “la más divina de las obras divinas”, según enseña un antiguo Padre de la Iglesia, como es la salvación de las almas que se juega, por decir de alguna manera, en el sacramento de la confesión, toda vez que su adecuada y asidua recepción, conduce necesariamente a una vida más virtuosa.

3. “Listo para el combate” significa el nombre de Alfonso. Fue el que colocaron al niño recién nacido,  hijo de  José de Ligorio y Capitán de la Armada naval, y  Ana Cabalieri.  A los dieciséis años, caso excepcional, obtiene el grado de doctor en ambos derechos, civil y canónico, con notas sobresalientes en todos sus estudios. Para conservar la pureza de su alma escogió un director espiritual, visitaba frecuentemente a Jesús Sacramentado, rezaba con gran devoción a la Virgen y huía como de la peste de todos los que tuvieran malas conversaciones. A sus compañeros de curso les repetía con frecuencia: "Amigos, en el mundo corremos peligro de condenarnos". Una vez que tuvo el llamado al sacerdocio, y habiéndose preguntado que quiere Dios de mí, dijo a su padre, que lloroso le escuchaba: “Padre, el único negocio que ahora me interesa es el de salvar almas". Su obra en la formación de la conciencia moral ha resultado de gran importancia para la vida de la iglesia, y uno de sus más reconocidos trabajos fue  “Guía para confesores”, en parte del cual señala que: “El confesor tiene que curar todas las llagas del pecador... En una palabra: debe ser rico en amor y suave como la miel. Así, es el Evangelio”.

Los efectos que tiene un sacerdote negligente en materia de confesión y los pecados mismos cometidos por el confesor tiene repercusiones muy hondas, que el Doctor en Moral no ahorra detalle en hacer destacar a cada confesor: “Mirad sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan por tentar a un sacerdote que se condena arrastra a muchos tras de sí. El Crisóstomo dice: “Quien consigue quitar de en medio al pastor, dispersa todo el rebaño; y otro autor dice, con matar más a los jefes que a los soldados; por eso añade San Jerónimo que el diablo no busca tanto la perdida de los infieles y de los que están fuera del santuario, sino que se esfuerza por ejercer sus rapiñas en la Iglesia de Jesucristo, lo que le constituye su manjar predilecto, como dice Habacuc. No hay, pues, manjar más delicioso para el demonio que las almas de los eclesiásticos”. Como consagrado debemos recibir con frecuencia el sacramento de la confesión para aliviados, aliviar; sanados, sanar; limpios, limpiar, perdonados, perdonar, tal como rezamos las palabras que Jesús nos enseñó: “perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos”.

4. La sociedad en que estamos inmersa es una cultura marcada por la hipocresía, en efecto, es permisiva, aplica frecuentemente el criterio de “laissez faire, laissez passer” pero una vez que la persona ha seguido dicha pseudo libertad, que está sumergida en el lodazal del pecado, se le cierran las puertas, se le excluye, y se deja afuera. Por esto, San Alberto Hurtado decía: “El mundo no recibe a los pecadores. A los pecadores no los recibe más que Jesucristo”. El sacerdote debe tener una actitud permanente de acogida hacia el pecador, tal como nuestro Señor no escatimó esfuerzos en a salir en búsqueda de la oveja extraviada. San Alberto Hurtado al salir a buscar a los menesterosos niños y ancianos en las riberas de los esteros, nos enseña a accionar la parábola de la misericordia, particularmente la del Hijo Pródigo. Ni el horario, ni la jurisdicción territorial pueden anteponerse a la necesidad de dar el perdón a quien lo requiere.  Nuestro Santo hace una lista acuciosa para examinarnos si estamos dejándonos seducir por el insano activismo en nuestra vida.

“Creerse indispensable a Dios. No orar bastante. Perder el contacto con Dios. Andar demasiado a prisa. Querer ir más rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener éxito. No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso, aunque no sea más más que nublarse ante las dificultades. Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus principios. Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual. No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema. Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado. Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar a otro por mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativas. No darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud.  

Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos. Tomar a todo el que se me opone como si fuese mi enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana. Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero. No dormir bastante, ni comer lo suficiente. No guardar, por imprudencia y sin razón valedera, la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas. Dejarse tomar por compensaciones sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años” (San Alberto Hurtado Cruchaga, Reflexión personal escrita en noviembre de 1947).

Si el anterior texto nos lleva a constatar que el estado de nuestra alma resulta calamitoso, hemos de confiar en todo momento en la bondad de Dios que siempre es más que nuestro pecado. ¡Dios siempre puede más! Así nos enseña San Alberto Hurtado: “Donde hay misericordia no hay investigaciones judiciales sobre la culpa, ni aparato de tribunales, ni necesidad de alegar razonadas excusas. ¡Grande es la tormenta de mis pecados, Dios mío! Pero, ¡mayor es la bonanza de tu misericordia!”.

La vida de la Iglesia ha estado marcada por este precioso camino que la misericordia de Dios ha querido legarnos bajo la cercanía de nuestros sacerdotes. En los primeros años de vida de la Iglesia es que ellos entendieron este sacramento: “Muchos de los que habían creído venían a confesar todo lo que habían hecho" (Hechos de los Apóstoles  XIX, 18). Hoy, el mundo necesita que reavivemos el fuego del perdón de Dios, en primer lugar, recibiéndolo cada uno de nosotros con la frecuencia y devoción debida, sabiendo que si alguien requiere de él, es el propio ministro que debe procurar tener un alma limpia para transmitir lo más fidedignamente la bondad de Dios que subió a la cruz para darnos su perdón.

En el presente somos administradores en el sacramento de la confesión, que ahora podemos beber como fuente de salvación: “El sacramento de la reconciliación es la historia del amor de Dios que nunca nos abandona” (Cardenal Donald Wuerl). ¡Que Viva Cristo Rey!

PADRE JAIME HERRERA  GONZÁLEZ SACERDOTE DIÓCESIS DE VALPARAÍSO / CHILE