LA
CONFESIÓN EN EL AÑO DE LA MISERICORDIA
A). Introducción: Una tarea urgente.
Uno
de los pilares fundamentales en la vida de todo sacerdote es la vivencia del
perdón, recibido y concedido. El presbítero ante la inmensidad de la gracia de
la que es depositario desde el momento de su consagración, está llamado a ser
dispensador del perdón de Cristo.
Nuestra Iglesia está cobijada a la mirada protectora de San José, quien
después de la Virgen Santísima, es “el
más apreciado de Dios para impetrar las divinas gracias a favor de sus devotos”
(San Alfonso María de Ligorio), una de las cuales es, sin lugar a dudas, el
arrepentimiento, la absolución y la vida penitente, espiritual y físicamente
entendida. Aquel espíritu de penitencia que nos habla la Escritura, y que en el
oficio solemos repetir: “un corazón
quebrantado Tú no lo desprecias, Señor” (Salmo L), es la gracia necesaria
para nuestro tiempo, donde la culpabilidad se diluye en justificaciones
naturalistas que terminan esterilizando, sino castrando la posibilidad de una
verdadera conversión.
Toda
nuestra vida, sea en los años de seminario, en un convento, y luego, en el
ejercicio del ministerio, está marcada por una verdad, que debería hacernos –simplemente- temblar
por su grandeza: millares de conversiones, confesiones, reconciliaciones,
pasarán por lo que buenamente hagamos, y con nuestras negligencias –quizás-
serán causa de provocar numerosas condenaciones. Guiovanni Guareschi es el
autor de una serie de novelas que posteriormente se llevaron al cine, en la
década del cincuenta. Relata la vida de Don Camilo, sacerdote de un pueblo
italiano de Brescello, en la región de Reggio Emilia luego de guerra, que
constantemente entra en conflicto con el alcalde de la localidad, de profesión
mecánico y activo militante de la hoz y el martillo. Lo importante es cómo
hablaba con Jesús, cuya imagen pendiente sobre el altar le hablaba “de tú a tú”. En una oportunidad ante la dureza de trato
que había tenido aquel hombre de hábito
talar con unos feligreses, le recuerda “si se condenan, será en parte, tu
responsabilidad”, por lo que, el empeñoso párroco termina accediendo a la
solicitud hecha por Don Pepone, el alcalde de la ciudad.
En
muchas ocasiones, escucharán hablar de “responsabilidades”, “encargos”, “tareas
y servicios”, más, dichas realidades –importantes- ciertamente, en el caso del
sacramento de la confesión, es de trascendencia prioritaria. No puede quedar
relegado a un aspecto añadido o accesorio, que pueda estar o no. Ningún
consagrado puede marginarse ni marginar en su obrar pastoral del sacramento de
la confesión, porque ello implicaría mutilar la voluntad salvífica de Cristo,
que instituyó dicho medio de salvación para darnos su perdón.
Muchos
males del mundo realmente existen por ausencia del sacramento: el sacerdote
puede tener horarios de confesiones, ello es oportuno y adecuado, pero debe
estar pronto a cualquier hora, tal como en el caso de los enfermos, para
administrar dicho medio salvífico, teniendo presente que con la premura y
disponibilidad que se tenga, las gracias concedidas por el Señor serán mayores.
En realidad, el criterio de la extremaunción
y confesión indica que deberían ser
tenidos como equiparable: ambos son igualmente necesarios, ambos dan gozo en
los cielos, pues “Hay más alegría en el
cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos” (San Lucas XV, 3).
Cuántas serán las bendiciones que Dios concederá a un sacerdote que al estar
pronto en el perdón, es capaz de saca una sonrisa a Dios.
B). El sacerdote debe rezar por la conversión de sus
fieles.
El
camino de la mediación del sacerdote, es prefigurado en el Antiguo Testamento.
Grandes profetas y reyes, hicieron penitencia para obtener, de parte de Dios,
el perdón necesario para su pueblo. La oración perseverante de Moisés obtuvo la
fuerza de los suyos encabezados por Josué (Éxodo
XVII, 8-13). La fortaleza en el combate,
para conquistar una ciudad, bien podemos entenderla –también- desde la victoria
de una virtud. Importante puede ser haber vencido una ciudad agresora del
pueblo amalecita; mayor mérito tiene el haber vencido una tentación a fuerza de
la virtud.
El
profeta Jonás para alcanzar la conversión y el perdón de los habitantes de
Nínive –capital de asiria- debió hacer,
él y todos sus habitantes, mucha
penitencia física, que siempre es grata a Dios, porque configura a los
sufrimientos de su Hijo Unigénito en la Cruz. Por aquellos días, dice la
Escritura: “Vino la palabra del Señor sobre Jonás:
«Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te
digo.» Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una
gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por
la ciudad y caminó durante un día, proclamando: « ¡Dentro de cuarenta días
Nínive será destruida!» Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y
se vistieron de saco, grandes y pequeños. Llegó el mensaje al rey de Nínive;
se levantó del trono, dejó el manto, se cubrió de saco, se sentó en el polvo y
mandó al heraldo a proclamar en su nombre a Nínive: «Hombres y animales, vacas
y ovejas, no prueben bocado, no pasten ni beban; vístanse de saco hombres y
animales; invoquen fervientemente a Dios, que se convierta cada cual de su
mala vida y de la violencia de sus manos; quizá se arrepienta, se compadezca
Dios, quizá cese el incendio de su ira, y no pereceremos.» Y vio Dios sus
obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la
catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó” (Jonás III, 1-10)
El sacramento de la confesión es “uno de los tesoros
preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera
renovación del mundo” (15 de Mayo del 2005). En efecto, acudiendo al perdón
de Dios se aprende también a pedir perdón a los demás y a perdonar; a encontrar
la paz interior y promover la paz exterior. Condiciones, todas ellas, que
permiten aportar un granito de arena en la construcción de un mundo mejor, sin
escepticismos ni ingenuidades. En verdad, el sacerdote es importante no sólo
por lo que hace sino, sobre todo, por lo
que es, vale decir: un dispensador, repartidor del perdón de Dios, que no sólo
lo hace en representación de un tercero, sino a nombre de quien hace las veces
como otro Jesús.
Al
actuar in persona christi implica procurar ser a la vez: Padre,
médico, doctor, y juez. Hermosa meditación es la que Juan Pablo Magno dirigió a
los religiosos en Italia: “Como padre, acogerá a los penitentes con
amor sincero, manifestando una comprensión mayor a los que hayan pecado más, y
después los despedirá con palabras impregnadas de misericordia a fin de
alentarlos a volver al camino de la vida
cristiana. Como médico, deberá diagnosticar
con prudencia las raíces del mal y sugerir al penitente la terapia oportuna,
gracias a la cual pueda vivir conforme a la dignidad y a la responsabilidad de
persona creada a imagen de Dios. Como maestro,
buscará conocer a fondo la ley de Dios, profundizando los diversos aspectos con
el estudio de la teología moral, de manera que no dé al penitente opciones
personales, sino lo que el magisterio de la Iglesia enseña auténticamente. Como
juez, en fin, practicará la equidad.
Es necesario que el sacerdote juzgue siempre de acuerdo con la verdad, y no
según las apariencias, preocupándose por hacer comprender al penitente que en
el corazón paterno de Dios hay lugar también para él” (12 de Noviembre de 1990).
Uno
de los profesores que encontré más “novedoso” por el método de enseñanza en la
época escolar, fue el de música. Hacía escuchar obras completas mientras él iba
actuando o gesticulando la música. Una de esas obras fue la “Obertura 1812” que
se ha convertido en pieza obligada del repertorio orquestal y de la historia
musical rusa. Fue compuesta por encargo de Antón Rubinstein para ser
interpretada en una exposición en Moscú, por lo que el autor elige el tema
patriótico de la resistencia de su país frente a la invasión napoleónica. En la
obra podemos oír fragmentos del himno francés, La Marsellesa, y una verdadera
descripción sonora de una batalla, con sus ataques de la caballería y el
combate cuerpo a cuerpo. De fondo siempre parece surgir la misma melodía.
Lo
anterior me hace recordar que, para lograr la perfección sacerdotal aquellos
sacerdotes que han alcanzado la santidad y que nuestra Iglesia nos presenta
como modelos a imitar, tuvieron en común, como en una sinfonía de virtudes, una “melodía de fondo” que les acompañó a lo
largo de toda su consagración y ministerio, fue su dedicación y opción
preferencial a la confesión sacramental. Permítanme recordar a algunos de
ellos: el Padre Pio de Pietralcina, El Santo Cura de Ars, San Alfonso María de
Ligorio y San Alberto Hurtado Cruchaga.
C). Largas horas de confesionario para alcanzar una
eternidad.
1.
El Padre Pío de Pietralcina fue generoso
dispensador de la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos a
través de la acogida, de la dirección espiritual y especialmente de la
administración de la confesión
sacramental. El ministerio del confesonario, que constituye uno de los rasgos
distintivos de su apostolado, atraía a multitudes innumerables de fieles al
convento de San Giovanni Rotondo. Aunque aquel singular confesor trataba a los
peregrinos con aparente dureza, estos, tomando conciencia de la gravedad del
pecado y sinceramente arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo
pacificador del perdón sacramental. Dios permita que su ejemplo anime a todo
nuevo consagrado, a prepararse con diligencia y santidad, al examen de “Ad
audiendas confessiones” para que en el futuro puedan desempeñar con alegría y
asiduidad dicho ministerio, tan importante para la vida actual de la Iglesia y
su futuro mismo.
2.
En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía de Ars, le preguntaron qué
había visto allí. Y contestó: “He visto a
Dios en un hombre”. Esto mismo hemos de pedir hoy al Señor que se pueda
decir de cada sacerdote, por su santidad de vida, por su unión con Dios, por su
preocupación por las almas. En el sacramento del Orden, el sacerdote es
constituido ministro de Dios y “dispensador
de sus tesoros”, como le llama San Pablo. Estos tesoros son: la Palabra
divina en la predicación; el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la
Santa Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios en los sacramentos. Al
sacerdote le es confiada la tarea divina por excelencia, “la más divina de las obras divinas”, según enseña un antiguo Padre
de la Iglesia, como es la salvación de las almas que se juega, por decir de
alguna manera, en el sacramento de la confesión, toda vez que su adecuada y
asidua recepción, conduce necesariamente a una vida más virtuosa.
3.
“Listo para el combate” significa el
nombre de Alfonso. Fue el que colocaron al niño recién nacido, hijo de
José de Ligorio y Capitán de la Armada naval, y Ana Cabalieri. A los dieciséis años, caso excepcional,
obtiene el grado de doctor en ambos derechos, civil y canónico, con notas
sobresalientes en todos sus estudios. Para conservar la pureza de su alma
escogió un director espiritual, visitaba frecuentemente a Jesús Sacramentado,
rezaba con gran devoción a la Virgen y huía como de la peste de todos los que
tuvieran malas conversaciones. A sus compañeros de curso les repetía con
frecuencia: "Amigos, en el mundo
corremos peligro de condenarnos". Una vez que tuvo el llamado al
sacerdocio, y habiéndose preguntado que quiere Dios de mí, dijo a su padre, que
lloroso le escuchaba: “Padre, el único
negocio que ahora me interesa es el de salvar almas". Su obra en la
formación de la conciencia moral ha resultado de gran importancia para la vida
de la iglesia, y uno de sus más reconocidos trabajos fue “Guía para confesores”, en parte del cual señala
que: “El confesor tiene que curar todas
las llagas del pecador... En una palabra: debe ser rico en amor y suave como la
miel. Así, es el Evangelio”.
Los
efectos que tiene un sacerdote negligente en materia de confesión y los pecados
mismos cometidos por el confesor tiene repercusiones muy hondas, que el Doctor
en Moral no ahorra detalle en hacer destacar a cada confesor: “Mirad sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan
por tentar a un sacerdote que se condena arrastra a muchos tras de sí. El
Crisóstomo dice: “Quien consigue quitar de en medio al pastor, dispersa todo el
rebaño; y otro autor dice, con matar más a los jefes que a los soldados; por
eso añade San Jerónimo que el diablo no busca tanto la perdida de los infieles
y de los que están fuera del santuario, sino que se esfuerza por ejercer sus
rapiñas en la Iglesia de Jesucristo, lo que le constituye su manjar predilecto,
como dice Habacuc. No hay, pues, manjar más delicioso para el demonio que las
almas de los eclesiásticos”. Como consagrado debemos recibir con frecuencia el
sacramento de la confesión para aliviados, aliviar; sanados, sanar; limpios,
limpiar, perdonados, perdonar, tal como rezamos las palabras que Jesús nos
enseñó: “perdona nuestras ofensas, como
nosotros perdonamos”.
4. La sociedad
en que estamos inmersa es una cultura marcada por la hipocresía, en efecto, es
permisiva, aplica frecuentemente el criterio de “laissez faire, laissez passer” pero una vez que la persona ha
seguido dicha pseudo libertad, que está sumergida en el lodazal del pecado, se
le cierran las puertas, se le excluye, y se deja afuera. Por esto, San Alberto
Hurtado decía: “El mundo no recibe a los
pecadores. A los pecadores no los recibe más que Jesucristo”. El sacerdote
debe tener una actitud permanente de acogida hacia el pecador, tal como nuestro
Señor no escatimó esfuerzos en a salir en búsqueda de la oveja extraviada. San
Alberto Hurtado al salir a buscar a los menesterosos niños y ancianos en las
riberas de los esteros, nos enseña a accionar
la parábola de la misericordia, particularmente la del Hijo Pródigo. Ni el
horario, ni la jurisdicción territorial pueden anteponerse a la necesidad de
dar el perdón a quien lo requiere. Nuestro Santo hace una lista acuciosa para examinarnos
si estamos dejándonos seducir por el insano activismo en nuestra vida.
“Creerse indispensable a Dios. No orar
bastante. Perder el contacto con Dios. Andar demasiado a prisa. Querer ir más
rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener éxito. No
darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que
realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria.
Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso, aunque no sea más más que nublarse
ante las dificultades. Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos naturales, a
sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse. Apartarse de sus
principios. Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado
un negocio, aunque sea espiritual. No esforzarse por tener una visión lo más
amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del
contexto del problema. Trabajar sin método. Improvisar por principio. No
prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los
detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado. Evadirse
de las tareas pequeñas. Sacrificar a otro por mis planes. No respetar a los
demás; no dejarles iniciativas. No darles responsabilidades. Ser duro para sus
asociados y para sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los
menos dotados. No tener gratitud.
Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus
enemigos. Tomar a todo el que se me opone como si fuese mi enemigo. No aceptar con
gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana. Estar
habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del
dinero. No dormir bastante, ni comer lo suficiente. No guardar, por imprudencia
y sin razón valedera, la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas. Dejarse
tomar por compensaciones sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con
períodos de calma, sus días, sus semanas, sus años” (San Alberto Hurtado Cruchaga, Reflexión personal escrita en noviembre de 1947).
Si el anterior texto nos lleva a constatar que el estado de nuestra
alma resulta calamitoso, hemos de confiar en todo momento en la bondad de Dios
que siempre es más que nuestro pecado. ¡Dios siempre puede más! Así nos enseña
San Alberto Hurtado: “Donde hay misericordia no hay investigaciones
judiciales sobre la culpa, ni aparato de tribunales, ni necesidad de alegar
razonadas excusas. ¡Grande es la tormenta de mis pecados, Dios mío! Pero,
¡mayor es la bonanza de tu misericordia!”.
La vida de
la Iglesia ha estado marcada por este precioso camino que la misericordia de
Dios ha querido legarnos bajo la cercanía de nuestros sacerdotes. En los
primeros años de vida de la Iglesia es que ellos entendieron este sacramento: “Muchos
de los que habían creído venían a confesar todo lo que habían hecho" (Hechos de los
Apóstoles XIX, 18). Hoy, el mundo
necesita que reavivemos el fuego del perdón de Dios, en primer lugar,
recibiéndolo cada uno de nosotros con la frecuencia y devoción debida, sabiendo
que si alguien requiere de él, es el propio ministro que debe procurar tener un
alma limpia para transmitir lo más fidedignamente la bondad de Dios que subió a
la cruz para darnos su perdón.
En
el presente somos administradores en el sacramento de la confesión, que ahora
podemos beber como fuente de salvación: “El
sacramento de la reconciliación es la historia del amor de Dios que nunca nos
abandona” (Cardenal Donald Wuerl). ¡Que Viva Cristo Rey!
PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ
SACERDOTE DIÓCESIS DE VALPARAÍSO / CHILE