CUARTO DOMINGO / TIEMPO PASCUAL / DIA DEL BUEN PASTOR.
A lo largo del mundo en
este día se honra la figura de “aquella
mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor” (Obispo
Ramón Ángel Jara). Socialmente esta celebración a la
maternidad ha ido tomando una relevancia que, si bien para algunos puede
quedarse en una parte cosmética, tiene una raíz muy importante y que, bien
encauzada, adquiere una importancia que puede ser determinante en procurar la
salud espiritual de nuestra sociedad, cuyos signos de enfermedad no nos
resultan ajenos.
De muchas maneras
verificamos la importancia de la madre en cada creyente. Desde los rasgos físicos,
que en ocasiones saltan a la vista, pasando por una personalidad que no deja de
exteriorizar en los modos de hablar, hasta lo más esencial como es la
adquisición de valores y de una fe arraigada, la influencia materna resulta
siempre determinante por su cercanía.
Nuestro Señor, al
asumir la condición humana, pudiendo haberse presentado por cualquier camino
extraordinario, lo hizo desde la gestación en el vientre materno creado perpetuamente
virginal. La sangre de la Virgen Madre corría y nutria la sangre de su hijo en
los meses que permaneció en el sagrario de la vida como era dicho vientre
materno: “Cuando llegó la plenitud de los
tiempo, Dios envió a su Hijo, formado de
mujer y sometido a la ley” (San Pablo a los Gálatas
IV, 4).
Perfecto Dios y
perfecto hombre a la vez, no sólo se abstuvo de prescindir sino que
positivamente incluyó, de una vez para siempre, la presencia de María como su Madre,
a la par que, a lo largo de todo el Santo Evangelio como mujer, viuda y
peregrina, poseyó unas características que hoy buenamente vemos necesario rubricar
para nuestro tiempo.
La
maternidad es propia del ser femenino. Todo su ser fue
preparado por Dios para ese fin, por esto la sabiduría del Santo Pontífice -venido
de un país lejano- señaló un día desde la Isla de los Santos que “la vocación de la mujer tiene un nombre y
es maternidad”, definición que honra
la grandeza ser colaboradora genuina en la obra de Dios, ante una cultura donde está enquistada la ideología
igualitarista.
El reconocer que la maternidad es el camino de la mujer,
no implica un menosprecio hacia ella sino que, por el contrario es un
reconocimiento que emerge desde una visión complementaria no reduccionista del
ser femenino, cuya vinculación con la vida le es vital. Solamente desde esa
realidad se puede comprender efectivamente el papel de importancia que la mujer
está llamada a desempeñar en la sociedad, en el trabajo, y en la vida pública. La mujer no se explica desde lo que hace
sino desde quien es.
La
verdad no necesita gritar, le basta el susurro para
simplemente evidenciar lo hondo de su argumentación. Recordemos que la
verdadera fuerza de la verdad estriba en que es verdad, y esto es lo que, como
miembros vivos de nuestra Iglesia, hemos de manifestar ante la primera grandeza
de la madre cuál es su ser femenino que se despliega en plenitud al momento de
ser gestado un nuevo ser en su vientre, y luego de unos meses dar a luz. En
realidad no existe un tiempo de espera, porque en ese tiempo ya madre se es.
En segundo lugar, la
etapa de la viudez de una mujer entraña momentos distintos, novedosos a los
cuales la experiencia de vida y sabiduría iluminada por el don de la fe, le
hace valorar la etapa de acompañar a nuevas generaciones que no siempre ni
oportunamente acaban por reconocer la profundidad de la mirada y cercanía de un
gesto de aquel que transita en la etapa decisiva de su existencia: Si para unos
el crecer y desarrollarse profesionalmente les resulta lo fundamental, para el
creyente lo ha de ser la búsqueda de la santidad por medio del crecimiento en
una vida virtuosa, por esto: Madre y
abuela, dos veces madre.
¡Poblad la tierra!
En la actualidad el don
de la maternidad está arrinconado -muchas veces- al baúl de lo que se tiene
como sustituible. Se posterga la maternidad
por razones utilitaristas y se cuestiona la generosidad de aquella que, no
sin gran sacrificio y abnegación, más que espaciar indefinidamente los
nacimientos, los hace eventualmente más
reiterados. Así, lo que de suyo debería ser causa de alegría y reconocimiento, termina
transformando en múltiples juicios temerarios y suspicaces, no exentos de
ironía malsana.
El mandato de Dios en
el Paraíso terrenal dado a nuestros primeros padres, Adán y Eva fue muy claro: ¡Poblad la tierra! Y como Dios no se
equivoca porque es Dios, entonces -en todo momento- un niño gestado en el
vientre materno ha de ser obligatoriamente protegido, deseablemente esperado y
necesariamente amado. Un hijo nunca es
una amenaza siempre una bendición de Dios.
¡Un hijo de mujer
cambió el rostro del mundo! ¡Una madre es capaz de cambiar el rostro de una
familia y de la sociedad entera al momento de traer un hijo a su vida! Nuestra
región, y particularmente nuestra ciudad de Valparaíso tiene el segundo más
bajo nivel de natalidad del país, lo que es consecuencia de un conjunto amplio
de factores. Sin un número suficiente de hijos no hay esperanza de un mundo
mejor porque no habrá quien lo habite.
La Virgen como Madre
tuvo en todo momento la certeza de ser hija de Dios, creada y presente en este
mundo para alabar a Dios. Por esto,
procuró cumplir sus designios, sabiendo que el ejercicio de su libertad
y búsqueda de su perfección no podían quedar al margen de quien era,
finalmente, desde cualquier perspectiva, el garante de su seguridad y causa de
su mayor esperanza. El otro nombre de la
esperanza es Cristo, porque Él nos fue dado para tenerla en toda
circunstancia.
Nuestra Madre
Santísima, a quien vemos reflejada en cada mujer madre, fue constituida como “llena de gracia”, para lo cual Dios la
hizo su Madre, protegió su virginidad antes, durante y después de parto, la
formó de la nada sin pecado original, y finalmente no se privó de su compañía
llevándola en cuerpo y alma a los cielos: la primera creyente, la primera redimida
sería entonces la primera habitante del Cielo donde su Hijo y Dios le preparó (San
Juan XIV, 1-11). El Antiguo Testamento ya lo anunció: “Ella es la Virgen que concebirá y dará a
luz a un Hijo cuyo nombre será Emmanuel” (Isaías VII, 14).
a).
De dicha virginidad podemos destacar primero la de la mente:
Ella a lo largo de su vida tuvo un constante propósito de virginidad, evitando
todo aquello que resulta repulsivo a la perfecta castidad. La madre debe estar
en todo momento atenta a mantener como un tabernáculo incólume la mente de sus
hijos de toda imagen malsana. No sólo las imágenes indecentes son malas sino
también aquellas que niegan la verdad sobre Dios y su Iglesia. En la maternidad
virginal de María Santísima constatamos que ésta surge de una total entrega
total a Dios. La ternura con la cual una madre prepara el ámbito al recién
nacido no puede tener vencimiento porque el carnet de identidad señale que su
hijo ha crecido.
b).
En segundo lugar, la maternidad virginal de nuestra Madre Santísima es de los sentidos:
Esto consiste en la inmunidad de los impulsos desordenados de la concupiscencia.
San Pablo define esto último de manera muy precisa: “El mal que no quiero, hago y el bien que quiero no hago ¿Qué es esto? ¡La
Concupiscencia!”. La Virgen María fue liberada de esta inclinación, por lo que actuaba en todo momento con la
seguridad y fortaleza de quien sabe que lo que hace está bien hecho. Los hijos
deben ver en la madre un camino seguro donde apoyarse, pues inmersos en la
tempestad de la vida, los azotes de las
olas son constantes, y se requiere se la seguridad prometida ya en las primeras
enseñanzas del Señor el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”
(San Mateo V, 12).
c).
En tercer lugar, la virginidad del cuerpo de la Madre de Dios:
Purísima debería ser la que diera a luz
al autor de la gracia y de la vida. Al unísono, sin notas discordantes, la
Virgen María sólo tuvo a Jesús no porque haber tenido más descendencia fuera algo
malo, sino porque los designios de Dios, desde el Antiguo Testamento, así lo
habían anunciado. Y, todo el relato de los cuatro evangelios explícitamente
refiere la maternidad a la persona de Jesús, según fue reconocido por los
suyos: “¿No es este el hijo del
carpintero? ¿No se llama su madre María?” (San Mateo XIII, 55).
Esto implica que la madre ha de procurar amar a sus hijos, como si fuera cada
uno el único, es decir no desde un cariño porcentual, sacado del promedio de un
común denominador, sino desde la entrega personal, irrestricta e incondicional
a cada uno de sus hijos, los cuales siempre serán: carne de su carne, sangre de su sangre, alma de su alma. Amén.
MENSAJE DEL ROMANO PONTÍFICE
PARA LA 51 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
PARA LA 51 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
Tema: Vocaciones, testimonio de la verdad
Queridos
hermanos y hermanas:
El Evangelio
relata que «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas… Al ver a las
muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas
“como ovejas que no tienen pastor”. Entonces dice a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores
son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”»
(San Mateo IX, 35-38). Estas
palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que primero es necesario arar,
sembrar y cultivar para poder luego, a su debido tiempo, cosechar una mies
abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es abundante». ¿Pero quién ha
trabajado para que el resultado fuese así? La respuesta es una sola: Dios.
Evidentemente
el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos nosotros. Y la acción
eficaz que es causa del «mucho fruto» es
la gracia de Dios, la comunión con él (San Juan XV, 5). Por tanto, la oración
que Jesús pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el número
de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos «colaboradores de Dios», se prodigó
incansablemente por la causa del Evangelio y de la Iglesia. Con la conciencia
de quien ha experimentado personalmente hasta qué punto es inescrutable la
voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la gracia es el origen de
toda vocación, el Apóstol recuerda a los cristianos de Corinto: «Vosotros sois campo de Dios» (1 Corintios III, 9). Así,
primero nace dentro de nuestro corazón el asombro por una mies abundante que
sólo Dios puede dar; luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede;
por último, la adoración por la obra que él ha hecho y que requiere nuestro
libre compromiso de actuar con él y por él.
Muchas veces
hemos rezado con las palabras del salmista: «Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Salmo C, 3); o también: «El Señor se escogió a Jacob, a Israel en
posesión suya» (Salmo CXXXV,
4). Pues bien, nosotros somos «propiedad» de Dios no en el sentido de la
posesión que hace esclavos, sino de un vínculo fuerte que nos une a Dios y
entre nosotros, según un pacto de alianza que permanece eternamente «porque su amor es para siempre» (Salmo CXXXVI). En el relato de la
vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela
continuamente sobre cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros. La imagen
elegida es la rama de almendro, el primero en florecer, anunciando el renacer
de la vida en primavera (Jeremías
I, 11-12). Todo procede de él y es don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el
presente, el futuro, pero —asegura el Apóstol— «vosotros sois de Cristo y
Cristo de Dios» (1 Corintios III,
23). He aquí explicado el modo de pertenecer a Dios: a través de la relación
única y personal con Jesús, que nos confirió el Bautismo desde el inicio de nuestro
nacimiento a la vida nueva.
Es Cristo, por lo tanto, quien continuamente
nos interpela con su Palabra para que confiemos en él, amándole «con todo el
corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser» (San Marcos XII, 33). Por eso, toda vocación, no obstante la pluralidad de
los caminos, requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia
existencia en Cristo y en su Evangelio.
Tanto en la
vida conyugal, como en las formas de consagración religiosa y en la vida
sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y de actuar no concordes
con la voluntad de Dios. Es un «éxodo que nos conduce a un camino de adoración
al Señor y de servicio a él en los hermanos y hermanas» (Discurso a la
Unión internacional de superioras generales, 8 de mayo de 2013). Por eso, todos
estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro corazón (1 Pedro III, 15) para
dejarnos alcanzar por el impulso de la gracia que anida en la semilla de la
Palabra, que debe crecer en nosotros y transformarse en servicio concreto al
prójimo. No debemos tener miedo: Dios sigue con pasión y maestría la obra fruto de sus
manos en cada etapa de la vida. Jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto en
nosotros, pero quiere conseguirlo con nuestro asentimiento y nuestra
colaboración.
También hoy
Jesús vive y camina en nuestras realidades de la vida ordinaria para acercarse
a todos, comenzando por los últimos, y curarnos de nuestros males y
enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están bien dispuestos a ponerse a
la escucha de la voz de Cristo que resuena en la Iglesia, para comprender cuál
es la propia vocación. Os invito a escuchar y seguir a Jesús, a dejaros
transformar interiormente por sus palabras que «son espíritu y vida» (San Juan VI, 63). María, Madre de Jesús y
nuestra, nos repite también a nosotros: «Haced lo que él os diga» (San Juan II, 5). Os hará bien
participar con confianza en un camino comunitario que sepa despertar en
vosotros y en torno a vosotros las mejores energías. La vocación es un fruto que madura en el
campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el
contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por sí misma o
vive por sí misma. La vocación surge del corazón de Dios y brota en
la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no
dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos
a otros» (San Juan XIII,35).
4. Queridos
hermanos y hermanas, vivir este «“alto grado” de la vida cristiana ordinaria»
(cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo
millennio ineunte, 31), significa algunas veces ir a
contracorriente, y comporta también encontrarse con obstáculos, fuera y dentro
de nosotros. Jesús mismo nos advierte: La buena semilla de la Palabra de Dios a
menudo es robada por el Maligno, bloqueada por las tribulaciones, ahogada por
preocupaciones y seducciones mundanas (San
Mateo XIII, 19-22). Todas estas dificultades podrían desalentarnos,
replegándonos por sendas aparentemente más cómodas.
Pero la verdadera
alegría de los llamados consiste en creer y experimentar que él, el Señor, es
fiel, y con él podemos caminar, ser discípulos y testigos del amor de Dios,
abrir el corazón a grandes ideales, a cosas grandes. «Los cristianos
no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Id siempre más allá,
hacia las cosas grandes. Poned en juego vuestra vida por los grandes
ideales» (Homilía en la misa para los confirmandos, 28 de abril de
2013).
A vosotros
obispos, sacerdotes, religiosos, comunidades y familias cristianas os pido que
orientéis la pastoral vocacional en esta dirección, acompañando a los jóvenes
por itinerarios de santidad que, al ser personales, «exigen una auténtica pedagogía de la santidad, capaz
de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe
integrar las riquezas de la propuesta dirigida a todos con las formas
tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes
ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia»
(Juan Pablo II, Carta ap. Novo
millennio ineunte, 31).
Dispongamos
por tanto nuestro corazón a ser «terreno bueno» para escuchar, acoger y vivir
la Palabra y dar así fruto. Cuanto más nos unamos a Jesús con la oración, la
Sagrada Escritura, la Eucaristía, los Sacramentos celebrados y vividos en la
Iglesia, con la fraternidad vivida, tanto más crecerá en nosotros la alegría de
colaborar con Dios al servicio del Reino de misericordia y de verdad, de
justicia y de paz. Y la cosecha será abundante y en la medida de la gracia que
sabremos acoger con docilidad en nosotros. Con este deseo, y pidiéndoos que
recéis por mí, imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.
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