“AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS”.
RETIRO ESPITIRITUAL / AGOSTO / PARTE PRIMERA.
Dos realidades contiene
el Decálogo y permean cada uno de los mandamientos: “Amor a Dios” y “amor al
prójimo”. Dos realidades que resultan tan humanas como necesarias, que dan
origen a toda virtud y santidad, tanto a nivel personal como a nivel social.
Además, son principios que extinguen todo egoísmo y concupiscencia.
Si pensamos en una
persona íntegra, necesariamente vamos a descubrir que en sus vidas prima la
síntesis de los preceptos del Nuevo Testamento. Ninguna perfección se logra sin
ellos.
Si acaso por una hora
ambas lograsen llenar el corazón de todas las personas, constataríamos como la “ciudad de Dios” (sociedad
verdaderamente cristiana) haría de la vida un paraíso, el grado de felicidad de
las personas sería indescriptible, y el anhelo de virtud cambiaría la realidad
de manera notable: las cámaras de seguridad en los locales estarían de sobra,
el reloj control de las empresas estaría en desuso, las empresas de seguridad y
vigilancia se verían obligadas a cambiar de rubro. Los profesores tomarían café
tranquilamente mientras los alumnos responden al examen en sus salas. Los ejemplos se multiplicarían casi
indefinidamente. Cono dice la escritura:
“Felices los que habitan en la casa del
Señor”, cuando realmente Dios es el Señor de la casa.
Pero, si en caso
contrario, por un día sacamos los
preceptos de amor a Dios y al prójimo, veremos como la “ciudad de Satanás” termina abrasando todo el mundo. La sociedad se
convertiría en un infierno. El grado de amargura sería feroz: los siquiatras, psicólogos,
asistentes sociales no darían abasto porque enmudecerían en sus respuestas. Cualquier
informativo nos evidencia los males del mundo actual, y si eso se multiplicase
a lo largo de todo el mundo casi no sería posible vivir. Enmudecido el amor a
Dios sería solitaria la vida humana.
Como creyentes nos
resulta ardua pensar en una existencia sin Dios. Si el cielo es estar con Dios
el infierno es no estar con Él para siempre. Muchos se han convertido gracias a
la meditación de las penas del infierno.
Bien nos hará recordar qué han dicho algunos de los mejores hijos de la Iglesia
que son los santos sobre los castigos en el infierno.
En primer lugar, el
testimonio de Santa Catalina de Siena.
“Ni los tormentos del infierno y los del purgatorio; no existen palabras con
qué describirlos. Si los pobres mortales tuvieran la más ligera idea de ellos,
sufrirían mil muertes antes que exponerse a experimentar uno de los tormentos
por espacio de un solo día. Vi en particular, los tormentos que sufren aquellos que pecan en el estado
del matrimonio no observando las normas que él impone y buscando en él
únicamente placeres sensuales.
Y
como yo le preguntase por qué este pecado, no es en sí peor que los demás,
recibe tan severo castigo, me dijo: “Nada hay tan peligroso como una falta, por
pequeña que sea, cuando quien la comete no la purifica cuidadosamente con las
aguas de la penitencia”. “Si bien recuerdas, yo te mostré el demonio en su
propia forma y por pequeño espacio de tiempo, apenas un momento, tú, después de
haber regresado en si, elegiste mejor caminar sobre una calle de fuego que
durara hasta el día del juicio, dispuesta a pisar con tus pies las llamas del
fuego, que volver a verlo de nuevo” (Tomado del Diálogo de
la Divina Providencia).
Un segundo testimonio
lo encontramos en los escritos de Santa Teresa de Ávila, la gran mística
española del Siglo XVI, quien describe lo que Dios le hizo ver: “La entrada del infierno era como un horno
muy bajo y obscuro y angosto”, como una especie de largo y estrecho callejón.
El suelo estaba lleno de agua y lodo, había mal olor y muchas alimañas
perjudiciales. Al fondo había una pared con una concavidad en la que una vez
que se entraba se sentía un tormento inigualable, un tormento que no era algo
físico; era como un fuego en el alma que comportaba un agonizar, un
ahogamiento, una aguda aflicción, una desesperación interior, era como si aquello
fuera un estarse siempre arrancando el alma, un estar en una situación en la
que el alma misma es la que se despedaza”.
No sería serio dejar de
lado un testimonio más reciente, acontecido hace casi un siglo, el viernes 13
de Julio del 1917, cuando la Virgen Santísima se apareció en Fátima y les habló
a los hermanos Francisco, Jacinta y Lucía. Ese día la Virgen nunca sonrió.
¿Cómo podría haberlo hecho, si en esa jornada les iba a dar a los niños la
visión del infierno? Ella dijo: “Oren,
oren mucho porque muchas almas se van al infierno”. Entonces, la Virgen
María extendió sus manos y repentinamente los niños vieron un agujero en el
suelo. Aquel, diría Lucía, “era como un
mar de fuego en el que se veían almas con forma humana, hombres y mujeres,
consumiéndose en el fuego, gritando y llorando desconsoladamente”. Lucía
dijo que “los demonios tenían un aspecto
horrible como de animales desconocido”. Los niños estaban tan horrorizados que Lucía gritó,
pensando que moriría. Entonces, la Virgen dijo a los tres niños: “Ustedes han visto el infierno a donde los pecadores van cuando no se
arrepienten”.
Todo esto duró un
instante: “Vimos, por decirlo así, un
vasto mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban los demonios y las almas
como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas con forma humana.
Llevados por las llamas que de ellos mismos salían, juntamente con horribles
nubes de humo, flotaban en aquel fuego y caían para todos los lados igual que
las pavesas en los grandes incendios sin peso y sin equilibrio, entre gritos de
dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de espanto –debió
haber sido este espectáculo lo que me hizo gritar- como dice la gente que así
me escucho. Los demonios se distinguían por formas horribles y repugnantes de
animales espantosos y desconocidos pero transparentes igual que carbones
encendidos. Esa visión duró un momento”.
En realidad un mundo en
el cual los mandamientos se Dios no se cumplen totalmente tendría como
resultado una sociedad infernal, en la cual prontamente se apoderaría de los
corazones la tristeza, la angustia la soledad, como también, la rabia ilimitada
hacia todo a causa de la insatisfacción.
Varias veces intentaron
sorprender al Señor. Siempre con un aparente reconocimiento como “Maestro bueno”, Maestro”, “Hijo de Dios”,
venia una pregunta: ¿Es legítimo pagar el impuesto para Roma? ¿Quién pecó él o
sus padres? ¿Debemos lapidar a esta mujer adúltera? De manera que no sorprendió al Señor que un
día se acercara un escriba enviado por los fariseos para tenderle una
trampa. Preguntó: “¿Cuál es el mandamiento más importante?”. La respuesta breve y clara: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente: ese es el gran mandamiento y el primero. El segundo es: amarás a tu
prójimo como a ti mismo. Y de estos dos mandamientos está pendiente toda la ley
y los profetas”.
Notable manera de
interpretar la ley del Antiguo Testamento, que levantaría el mundo de su
mezquindad, pobreza, y de su orgullo. Una síntesis definitiva dada por Dios con
nosotros (Emmanuel). El Padre Eterno habló finalmente, de una vez para siempre
en la Persona de su Hijo unigénito, por esto escribió San Pablo que “el fin de los mandamientos es la caridad”,
ya que “la caridad es la plenitud de la
ley”, pues verdaderamente toda la ley natural contenida en los mandamientos se resuelve y
reduce a la respuesta dada ese día por Jesucristo. ¡Amarás!.
Si leemos con detención
el libro de las confesiones de San Agustín de Hipona caemos en la tentación de
volver una y otra vez a repasar dicho texto. Su relato es como las canciones
que nos gustan: las podemos escuchar siempre una vez más. Pues bien, en parte
de su relato, habiendo experimentado tantas realidades variopintas –de miserias
y grandezas, dudas y certezas- escribió un compendio y resumen de toda ley
humana y cifra magnífica de toda : “Ama
et fac quod vis” (Ama y haz lo que quieras). Perfecta manera de borrar todo
cuanto pudiera parecernos excesivo en los Diez Mandamientos, reduciéndolos a la
única palabra vigente: ¡Amarás!
La tensión que hubo
desde antiguo entre el espíritu y la letra, la ley y la libertad quedaba
superada de manera plena con las palabras de Jesús, en la cual es destino de
ambas realidades: ley y libertad es el amor
a Dios, el amor de Dios y el amor con Dios. ¡Lo que importa es amar!
Es verdad, sin olvidar lo dicho por nuestro Señor: “el que me ama cumple los mandamientos de mi Padre que está en los
cielos”.
Actualmente existe un
endiosamiento de la libertad. Por una y otra parte se aduce que la libertad es libre, pero ¿libre de
qué? Se suele argumentar que la Iglesia, el Evangelio, la religión, lo sagrado,
Dios impiden la libertad para amar, como si las leyes de Dios en la Biblia y el
Orden natural violentara las leyes del corazón. Las leyes del decálogo no
colocan más norma que la de amar. Entendámoslo bien: Dios no es rival de
nuestra libertad sino su primer garante. Nunca es Dios el que nos impide ser
libres, nunca Dios nos impide amar, es el orgullo, el pecado presente en el
corazón el que nos inhabilita de ser plenamente libres. La libertad nuestra no
puede ser autónoma de la voluntad de Dios, por el contrario, necesita de la
gracia para que podamos actuar libremente. ¡El pecado esclaviza, la gracia libera!
Podemos imaginar la
desdicha de quien sostiene que no puede amar a Dios y al prójimo…sería una
ceniza de hombre, un cadáver de hombre privado de vida, pues la vida del hombre
es el amor.
1.
Posibilidad de cumplir los mandamientos.
a).
Realizables:
Es frecuente para algunos pensar que los mandamientos son imposibles de
ser cumplidos. Dios no pide imposibles y es posible todo lo que manda, de lo
contrario aquel dios sería injusto e imprudente, toda vez que nos delegaría la
responsabilidad de lo que no podemos hacer. Ahora bien: el hace posible lo que
para el hombre no lo es. Si pide algo es porque sabe que con su ayuda lo
podemos obtener. Si coloca una norma, sea en el orden natural o por lo que nos
enseña la Santa Biblia es porque son de suyo alcanzables: con esfuerzo,
constancia, dedicación, entusiasmo, tiempo, creatividad, y muchas otras virtudes
que se requieren.
b).
Humanizantes: Los
mandamientos del Decálogo son conforme a nuestra naturaleza. Se humaniza más,
quien actúa más de acuerdo a su naturaleza. Por eso, por eso la religión
representa lo más inalienable, de Dios y del hombre. El mayor honor del hombre,
es honrar a Dios. Nuestro Señor, con
claridad dice: “Dad a Dios lo que es de
Dios” (San Mateo XXII, 21).
El vagón del metro de
Nueva York se encontraba prácticamente
vacío, solo se encontraban dos personas, uno frente a otro. Uno de baja
estatura y delgado, que llevaba un elegante maletín negro y el otro un obrero
de la construcción de casi dos metros y notablemente maceteado. Iban en
silencio como habitualmente acontece en
los ascensores y trenes. De pronto al pasar el tren frente a un templo el
hombre del maletín comenzó a explicarle a otro que no creía en Dios, que los Mandamientos era pura mentira,
al igual que la Iglesia. El acompañante lleno de asombro al inicio, cortó la
conversación de improviso.
Iban llegando a la estación
donde no había nadie y le contestó: ¡Señor! Estamos solos, no grite usted, aquí
nadie no ve y nadie escucha. ¿Qué haría usted si yo quisiera robarle y
estrangularle? El hombre pequeño, pálido de miedo, tratando de aparentar
seguridad, con voz algo debilitada preguntó: ¿Qué ganaría con eso? No llevo
nada de valor.
¡Miente! En esa maleta
lleva medio millón de dólares que cobró hace un rato en el Capital One Bank.
Casi entrando en pánico
respondió: “Pero haría muy mal; cometería un asesinato y un robo”.
¡Asesinato y robo! ¿Qué
significa eso si no se cree en Dios? Son meras palabras. Si yo pensase como
usted sería un necio alno aprovecharme de una ocasión en la que, como ahora
quedaría impune tan fácilmente. Pero, no tenga miedo: ¡Yo si temo a Dios! Pero
nunca se le olvide que si Dios no hubiera puesto los Diez Mandamientos, ya
usted hoy habría deseado que lo hubiera hecho.
Realmente, los
mandamientos hacen que la vida del hombre no sólo sea mejor sino que –además-
sea posible.
c).
Ayuda del cielo: Dios nos concede la gracia en el
momento que surgen las dificultades para cumplirlos. No se puede cumplir el camino que Dios nos
pide sin el auxilio del don de Dios que es
la gracia santificante. En muchas ocasiones el Señor Jesús nos invita a
orar, lo cual debemos hacer no sólo para no cae en la tentación como lo
imploramos en el Padre Nuestro sino a descubrir cuál es su voluntad y para
cumplir a cabalidad sus mandamientos.
d).
Querer cumplir: Amar facilita el cumplimiento de los
mandamientos…”Si me amáis, guardaréis mis
mandamientos” (San Juan XIV, 15); “El
que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (San Juan
XIV, 21); “En esto sabemos que le
conocemos en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: Yo le conozco y no
guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él” (1 San
Juan II, 3-4).
Sabemos que el máximo
ser es el máximo Bien, hacia Él debe
tender irresistiblemente el amor del hombre. Con su primer amor y con su máximo
amor: ante todas y sobre todas las cosas. En nuestro propósito de vida debe
estar primero amar a Dios, sabiendo que el que ama cumple la voluntad de Dios: “Antes ser gusano por la voluntad de Dios,
que serafín por mi propia voluntad”.
e).
Conocer los mandamientos: Resulta tan evidente…Se ama lo que
se conoce, no ponemos empeño en cumplir ni en conocer los mandamientos. Más, la
conciencia nos remuerde, y para silenciar su vos y de algún modo justificarnos
tratamos de auto convencernos que es
imposible cumplir los mandamientos sin violentar nuestra concupiscencia y
mortificar nuestras pasiones, cosa que finalmente no queremos hacer
2.
¿A quiénes son imposibles los mandamientos?
a). Dios no concede la gracia, en ocasiones, a
quien no la solicita: El olvido de rezar, la dificultad vencible para orar,
tiene como consecuencia que el alma está como anestesiada para cumplir los
designios de Dios. Si no acudimos a la fuente de la gracia y no acudimos a Dios
entonces quedamos débiles para vencer la tentación: “pedid y se os dará”.
“Quien llama se le abre”.
b).
No se quiere apartar de las pasiones y las
ocasiones próximas de pecado: Tengamos presente que
Dios concede la gracia para alejarse de las situaciones de pecado, pero no
siempre da la bendición para vencer la tentación si voluntariamente se
persevera sin razón en el peligro. ¡No tentarás al Señor tu Dios! Y, es lo que
hacemos cuando nos exponemos indebidamente en situaciones que nos pueden hacer
ceder a la tentación.
c). A quienes tienen el mal de la avestruz:
Es decir ante el peligro esconder la cabeza pensando, “si no lo veo no me hace daño”. Error fatal por cierto para aquella
ave si se trata de un león que la viene persiguiendo. Para quien no quiere
realmente modificar su estilo de vida, muchas veces inmerso en realidades
reñidas con varios de los preceptos de Dios, entonces, se le hace necesario
mantener una mirada lejana, distante.
3.
El mandato de cumplir y enseñar los Mandamientos.
Si tomamos los Diez
Mandamientos encontramos que son de ley natural. Nuestro Señor Jesús, el día de
la Ascensión dijo a los Apóstoles fieles: “Vayan
al mundo entero enseñándoles a obedecer todo lo que Yo les he dicho”. Esa
noma dada por el mismo Cristo, nos enseña que la Iglesia está llamada a anunciar
a Jesucristo exhortando vivamente a
todos los hombres al seguimiento, el
cual no puede hacerse si acaso no es
por el camino de la fidelidad demostrada en el cumplimiento de los
mandamientos. Ya lo dijo claramente: ¡Quien me ama, cumple! No es cumplir por
cumplir, es cumplir por amar. Repetir
una oración sin sentir lo que se dice puede resultar tan ineficaz como el hecho
de cumplir simplemente por que sí.
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