domingo, 29 de junio de 2014

Conferencia del R.P Jorge González Foster (S.J)

CONFERENCIA DEL R.P. JORGE GONZÁLEZ FOSTER (S.J) SOBRE “LA FORMACIÓN HUMANA EN EL COLEGIO, IDEAL Y DESVIACIONES”  (28 DE MAYO DE 1982).

El que funda un Colegio de Educación Secundaria, como el que ofrece sus conocimientos y su capacidad para colaborar en él, están mirando, al mismo tiempo, a un niño que ven con los ojos del cuerpo, y a un hombre que intuyen allá lejos, con los ojos del alma.
El niño, o el adolescente, que se presenta ante sus ojos, no depende del Colegio ni del educador: sus padres se lo ofrecen como es: alegre o triste, dócil o rebelde, locuaz y abierto,  tímido y cerrado, inteligente y rápido, o lento y torpe para aprender, egoísta o generoso.
Dios le dio sus cualidades, y su hogar y la vida fueron moldeando su alma y sus actitudes. Y en todos los niños hay valores y cualidades, que pueden enriquecerse, que pueden desarrollarse, que pueden transformar totalmente la imagen y el corazón del educando.
Y eso es lo que al mismo tiempo está mirando, allá lejos, el educador. A ese mismo niño, que continúa siendo la misma persona, pero que se ha enriquecido y transformado, no sólo con los conocimientos y normas aprendidos en el Colegio, sino principalmente con el crecimiento y evolución armónica de todas las posibilidades que Dios depositó en su alma y su cuerpo.
Porque el niño que entra al Colegio, no es ni un trozo de mármol, para que lo labre el escultor según su inspiración, ni una obra ya hecha que sólo hay que vestir y adornarla. Sino un ser vivo y palpitante, que crece, que cambia entre sus manos, que se resiste y que lucha, que se entrega y se da.
Por eso, ya en el siglo IV San Basilio Magno escribía: “Antes que al mejor escultor –y San Basilio conocía las estatuas de Fifias- antes que el mejor pintor –y pensaba en Apeles- yo pongo delante a aquel que es capaz de transformar las almas de los adolescentes”.
Porque la niñez y la adolescencia son esa etapa tan hermosa de la vida, abierta a todos los ideales, libre todavía de tantos contagios malsanos y de tantos intereses sórdidos.
Y cuando el educador, enamorado de su tarea, a pesar de todas las incomprensiones, a pesar de todas las repulsas, a pesar de todos los fracasos, sigue mirando hacia adelante, tratando de impulsar y encauzar lo grande y lo noble  que hay en el alma de todos los niños, entonces el educador, siente en sí mismo la incomparable satisfacción de una paternidad, que sólo viene de Dios.
El educador los ve, ya grandes, fuertes, firmes en sus convicciones, con sus debilidades y limitaciones, pero ricos de ideal y luchando por una superación.
¿Quién se atrevería a negar que ése, o aquél,  o el de mas allá no llegará a ser quizás un sabio, tal vez un profesional  distinguido, a lo mejor un jefe visionario, por qué no un héroe, o un artista de genio, acaso un apóstol ardiente,  un santo? ¿Por qué no?
Pero no pretendemos que todos o algunos sean sobresalientes, como algunos que hemos conocido y que antes fueron niños como ésos que están ahí, entrando al Colegio. La mayoría no van a empinarse sobre los demás, por los destellos de sus talentos, ni por las realizaciones de sus vidas. ¿Y no podrán ser ciudadanos amantes de su Patria, funcionarios correctos y serviciales, buenos padres de familia en su hogar, trabajadores honrados, amigos leales, en una palabra, “hombres” en la plenitud de la riqueza que este concepto encierra?
Porque el auténtico humanista es aquel que, conociéndose a sí mismo, aspira a ocupar en la sociedad el papel que le corresponde, entregando a los demás, sin egoísmo, todo lo que la naturaleza le ha dado, para el bien común; sin pretender, por ambiciones desmedidas, ocupar el puesto y la función para las que no está dotado.
El humanista es un enamorado de la verdad: que la investiga con su entendimiento, que la goza con el placer supremo de la contemplación; que la ama como el descanso de su espíritu; y que la comunica con la fruición de la generosidad.
El humanista siente la belleza: goza en sus manifestaciones; estimula las artes que la crean; comparte sus dolores y se exalta con sus triunfos.
El humanista ha disciplinado su mente: para entender con profundidad, para comprender con amplitud, para discurrir con seguridad, para concebir con precisión, para intuir con audacia, para retener con tenacidad, para formular con exactitud para expresar con claridad y aun con elegancia.
El humanista sabe ser inteligente: sin aislarse de las realidades concretas; sabe volar con alas de la fantasía, sin apartarse de los caminos del buen juicio; sabe amar las abstracciones del espíritu, sin despreciar el trabajo de las manos encallecidas; goza y se embriaga con las más puras manifestaciones del arte, pero con los pies en la tierra; sabe apreciar la técnica, sabe admirar la ciencia, sabe reverenciar el trabajo.
Se dirá tal vez que ese ideal de humanismo responde a otras épocas, que no es de nuestro siglo, que no es de nuestro medio: y que, en todo caso, no se ve cómo realizarlo.
Lo que pertenece a la esencia de las cosas, no cambia ni con el tiempo, ni con las circunstancia, ni con los caprichos y errores de los hombres. Porque, como dijo el poeta: “mientras exista una mujer hermosa, habrá poesía”, así también podemos decir: “mientras existan hombres en el mundo, habrá humanistas”.
Y por eso,  siempre será verdad que la meta de un Colegio, tiene que ser, fundamentalmente, el desarrollo armónico de todas las facultades, potencias y habilidades que hay en el adolescente, no en orden a una utilización inmediata de los conocimientos adquiridos, sino en orden a una plenitud de vida humana, en el cumplimiento de la vocación de cada uno en la sociedad.
Y por eso, para desarrollar sus valores morales, todo el sistema de vida del Colegio tiene que ayudarle a afrontar las propias responsabilidades, sin miedo, sin achicarse, con grandeza de alma; y a superar las dificultades con energía, constancia y honradez.
El adolescente tiene que aprender por experiencia, que el éxito no se obtiene sin esfuerzo y sin dificultades; que las dificultades se superan, aunando la habilidad y la inventiva con el empeño y la constancia; que la constancia exige sacrificios; y que los sacrificios son los que dan la más auténtica felicidad y los que van haciendo la grandeza del alma.
¿Cómo va a formarse esa grandeza del alma, si el alumno ve y siente que día a día van ablandándose las pruebas, van disminuyéndose los días y las horas de clase, y van sustituyéndose los objetivos que implican el esfuerzo de la síntesis, por controles que miden más bien habilidades y destrezas…o suerte?
¿Cómo pretender que se desarrollen armónicamente la inteligencia que penetra, la mente que comprende, el talento que intuye, la razón que juzga, la memoria que retiene, la imaginación que crea, la sensibilidad que vibra, el entusiasmo que dinamiza, si los planes de estudio, si las materias de los programas, si los métodos de la enseñanza, no contribuyen a ese desarrollo armónico de las diversas facultades?
Un plan de estudios tiene que ser completo y coherente: de acuerdo con los fines de la educación en la etapa correspondiente. No puede subordinarse a otras consideraciones de utilización momentánea, o de prejuicios injustificados.
Un plan de estudios tiene que contemplar una proporción de ramos que tienden más al raciocinio analítico más abstracto, como las matemáticas, la física y la filosofía, con los ramos que introducen al alumno en el criterio científico, que surge de la experimentación positiva: tiene que situar al alumno en el mundo de los hechos históricos y de su influjo en la cultura y desarrollo de los pueblos, dándole a conocer al mismo tiempo, las características del mundo físico que habitamos con sus posibilidades para la vida más humana de los hombres; y relacionarlo con éstos por el dominio del idioma propio y algún conocimiento de otras lenguas; tiene que desarrollar su sensibilidad y sus habilidades, haciéndolo gustar de las más puras manifestaciones de las diversas artes y poniéndolo en contacto con las diversas técnicas y contribuyendo a desarrollar las cualidades de su cuerpo.
Así, un plan de estudios, completos y coherente, tiende a formar hombres, en los años maravillosos de la segunda infancia y de la adolescencia.
Un plan de estudios así, no tiene por qué ser necesariamente rígido; ni uno solo para todos en la nación. Puede haber diversos planes, que tiendan a un mismo fin, acentuando más o menos determinados aspectos de la formación humana; y un mismo plan puede ser modificado, en la medida en que la experiencia y las circunstancias indiquen la convergencia de algunos cambios accidentales, como podría ser reforzar algún ramo con mayor número de horas o trasladar una materia de un curso a otro.
Pero alumnos y profesores de un Colegio no deben estar sometidos a la inestabilidad de cambios frecuentes de planes, que, como en un carrusel, van pasando, sin dejar nada más que la impresión de que no hay claridad de ideas, ni visión de objetivos.
Y no se diga que la ciencia avanza, y que el mundo cambia. Podrán y deberán cambiar los contenidos de algunas asignaturas. Pero la estructura misma de los planes no tiene por qué cambiar, como lo vemos con admiración en algunos grandes colegios de Europa, donde los planes de estudio han sido los mismos, por generaciones; y los padres han podido acompañar a sus hijos en los estudios, a través de los mismos libros que ellos tuvieron en sus manos.
Y tocamos el segundo de los tres factores que forman la trama de la enseñanza y formación intelectual en un Colegio: los programas de las materias de clases.
Los programas tienen que cumplir una doble función: primera, guiar al profesor, para indicarle cuáles son los conocimientos y habilidades que el alumno debe adquirir a través de la materia, para realizar el ideal de formación humanística. Y la segunda, señalar con precisión, sobre todo en aquellos ramos que van continuándose a través de varios años, cuáles son aquellos conocimientos y habilidades que el alumno necesita haber asimilado, para poder seguir con éxito las etapas siguientes.
En cuanto a lo primero, es evidente que los programas deben ser amplios y ambiciosos. Ni importa que alguno o varios puntos no alcancen a ser tratados. El profesor tiene que gozar de libertad y de iniciativa para encauzar su trabajo y la marcha progresiva de su curso, a través de tal o cual aspecto de la materia. ¿Y si pasa menos materia que en otro Colegio? ¿Qué importa, si no se han dejado temas fundamentales, y si se ha dominado bien la materia tratada? Si con ella los alumnos han adquirido y asimilado ideas que les serán toda la vida como pilares y puntos de referencias inconmovibles. “Non multa, sed multum”: no muchas cosas, sino muy a fondo, recomendaba aquel pedagogo innato que fue San Ignacio de Loyola.
Pero esta libertad con que debe moverse el profesor dentro de sus programas, no significa que no haya de respetarse aquella segunda función de éstos: en todos aquellos ramos que se enseña en forma graduada, en varios años, tiene que haber una clara y precisa determinación de lo propio de la materia en cada año, y de aquellos conocimientos insustituibles, que forman como los grados por los cuales se va subiendo, y sin cuyo dominio no debería pasar al curso superior.
Por no exigirse esta norma, ¡Cuántos profesores de matemáticas o de ciencias, en cursos superiores se quejan porque sus alumnos, al aplicar las leyes científicas a problemas concretos, los resuelven mal o no pueden intentar resolverlos, porque se equivocan en las multiplicaciones con fracciones o en las operaciones con decimales, y tienen que gastar horas de clase en enseñar materias de cursos inferiores¡

¿Tienen que ser los programas uniformes en todo el país? No necesariamente. Para todos los Colegios que siguen un mismo plan de estudios, debe haber un paralelismo bastante estricto, a fin de que los alumnos que, por  diversas razones se cambian de un Colegio a otro, puedan empalmar bien en los diversos ramos y seguir sus estudios con provecho. Pero para conseguir este resultado y obviar esa dificultad, sólo se requiere que los niveles mínimos en los ramos escalonados, sean exigidos con rigor para la promoción de curso.
Y ahora pasemos al complejo tema de la metodología, que incluye los sistemas de evaluación, información y promoción.
En primer lugar, recordemos que no existe el sistema completo, perfecto, siempre mejor que todos los demás. La metodología no es un fin en sí mismo, sino un medio o conjunto de medios; y como todos los medios, puede ser reemplazado por otros, puede tener o no tener mejores resultados en determinados casos y para determinadas personas y circunstancias.
En segundo lugar, conviene apreciar debidamente la enorme influencia que pueden tener en el proceso de formación humana, las aplicaciones de diversos métodos de enseñanza y de evaluación, tanto para bien como para mal. No creo equivocarme al afirmar que el deplorable descenso en su formación intelectual, con que egresan hoy día los alumnos de los Cuartos Años medios, comparado con el grado de preparación con que salían hace veinte años los alumnos de los Sextos Años, se debe en gran parte, no sólo a la funesta reforma de planes y programas del año 1965, sino también a los fuertes cambios introducidos junto con ella, en la metodología y en la evaluación.
En tercer lugar, quiero señalar que, dentro de la variedad y flexibilidad de la metodología, cuando un Colegio ha adoptado un plan de estudios, con sus programas precisos y coherentes, y un sistema general de métodos de enseñanza y de evaluación, el conservarlo y defenderlo como patrimonio del Colegio durante largos años, da a ese mismo conjunto de disposiciones prácticas, un valor, un peso de formación, que facilita su realización más perfecta; y por ello mismo, marca poderosamente a los alumnos con rasgos de responsabilidad y seriedad.
Y en cuarto lugar, no olvidemos que, a pesar de las presiones con que influyen las pruebas de admisión a las Universidades; a pesar de las opiniones y actitudes imperantes entre una masa mayoritaria de profesores tímidos y rutinarios, que aceptan mansamente sistemas y métodos que les vienen ya aderezados de parte de autores o grupos pedagógicos; a pesar de todo esto, cada Colegio y cada profesor gozan de una amplia libertad para adoptar su metodología a las necesidades de sus alumnos y a sus propias cualidades de maestro y educador.
En cuanto a este punto, creo que es un deber de hidalguía reconocer en este acto público, que desde hace más de veinte años, se ha ido aflojando poco a poco la asfixiante coraza de acero, con que el llamado “estado docente” oprimió injustamente durante tanto tiempo a educadores y alumnos, impidiéndoles, por terror de los exámenes, el pleno ejercicio de la libertad de enseñanza y la igualdad ante la ley, consagrada en la Constitución de la República.
Hoy día, si un Colegio, si un profesor se amarran y traban con libros de textos inadecuados, o con procedimientos de enseñanza y evaluación contraproducentes, será culpa de su propia responsabilidad, tal vez por falta de iniciativa creadora, tal vez por falta de audacia.

Y planteemos ahora algunos aspectos prácticos de la formación en el Colegio, sus planes y programas, sus métodos y sistemas de evaluación, cuyas modificaciones dependen de la Dirección del Colegio y de sus formadores.
a). Uno de los influjos más perniciosos en la adopción o elaboración de planes y programas, es el inmediatismo: centrar el interés de los alumnos y la línea de selección de la enseñanza en aquello que puede serles útil a muy corto plazo, menospreciando aquellos estudios que tal vez no van a ser nunca utilizados por la mayoría o la totalidad del curso, pero que tienen un valor formativo, sea del discurso intelectual, sea de la cultura humana.
Nunca en mi larga vida he tenido que aplicar o recordar la mayoría de los teoremas que estudié en geometría, ni las reglas de las figuras y modos del silogismo en lógica, ni el procedimiento de obtención del cloro, en Química. Pero, ¡por Dios¡ que agradezco a mis profesores, por las veces que me exigieron el rigor y la precisión en el estudio.
Claro que esto no significa que hayan de descuidarse ciertas materias de aplicación inmediata, que son necesarias para avanzar en cualquier estudio, como las operaciones aritméticas; o para la cultura, como las reglas de ortografía y puntuación.
b). Otra de las desviaciones que en estos últimos años ha causado graves daños en la enseñanza secundaria, en lo que podríamos llamar el “universitarismo precoz”.  El fuerte crecimiento de la población escolar en el nivel secundario, lleva consigo ineludiblemente la ampliación del anhelo y la aspiración por entrar a la Universidad. Las universidades, como es lógico, hacen más severo el nivel de las exigencias, Los Colegios ven a muchos de sus ex alumnos fracasar en la admisión o en los primeros años de universidad. Y entonces discurren, como la mejor solución, especializar a grupos de alumnos que van a seguir tal o cual carrera, adelantándoles materias que son propias de una enseñanza universitaria ya especializada, descuidando la formación general humana.
¡Profundo error! Lo que los alumnos necesitaban no era mayor extensión de conocimientos, medio sancochados, sino mejor formación de estudio: más capacidad de análisis y de síntesis; y en muchos casos, saber leer mejor, saber traducir, saber redactar, saber valorizar el alcance de una definición o el rigor de un raciocinio.
c). Otra plaga que ha azotado a nuestros colegios desde hace algunos años, es la tendencia a la llamada “investigación” científica a nivel escolar. Los profesores no usan textos o no enseñan determinados puntos de la materia, sino que envían a sus alumnos a averiguar donde sea y como sea, los conocimientos de que se trata. Los alumnos parten, cuaderno y lápiz en mano. Si hay enciclopedias en alguna parte a su alcance, copian trozos de ellas, generalmente sin el menor discernimiento; y en algunos casos, recortan el artículo, para copiarlo en la casa con más tiempo.

Si no encuentran enciclopedias, entrevistan a alguna persona, y copian, bien o mal, lo que esta persona les dicta. Y los profesores van acumulando kilos y más kilos de papel, que a veces ni siquiera leen, y ponen algunas notas excelentes, sobre todo si la investigación está bien presentada en su cartulina de color.

No pretendo burlarme de una saludable tendencia a tratar de que los alumnos comprueben en forma experimental las enseñanzas que se les dan, sobre todo en el campo de las ciencias físico-químicas y biológicas. Pero pretender que va a formarse mejor una mentalidad científica, a nivel de enseñanzas básica y media, haciendo perder a los alumnos un tiempo precioso, dándoles una visión falsa de lo que es y ha sido la investigación científica, y dejándolos sin una formulación clara y precisa de la verdad, eso, podrá ser más excitante y entretenido, pero no es formación humana.

d). Y aquí tocamos otra de las más graves desviaciones pedagógicas: el horror a la definición. ¿Será por ese sutil influjo de la filosofía existencialista que lo ha invadido todo en los últimos cuarenta años ; será por un deformado antimemorismo; será por efecto de las formulaciones imprecisas de los programas, escritos en un lenguaje a veces pedante y oscuro. Lo cierto es que hoy día muchos profesores evitan  las definiciones; llegando este nefasto influjo hasta la enseñanza de la Religión en los Colegios Católicos, donde no se les enseñan a los niños los diez mandamientos, porque es como una definición. Cuando, precisamente, una definición bien hecha es el punto de partida y la guía segura de referencia para el desarrollo de todo un tema.

e). Este mismo horror a la definición, junto con otras razones extrínsecas y generalmente no valederas, ha llevado a reemplazar los buenos libros de texto, por cuadernos de apuntes, que se toman en clase, y que después no se leen, o se leen sin provecho, porque están plagados de errores, y muchas veces incompletos, sucios, desordenados.

¡Qué importante es un buen libro de texto! ¡Qué necesario es que los alumnos tengan entre sus manos, libros de diversas materias, en los cuales encuentren los temas bien expuestos, con método, claridad y exactitud! Y que no consista el mérito del libro en la diagramación de flechas y llaves y textos en diversos colores, con gran variedad de tipos de letras y esquemas y dibujos, como si el ser racional necesitara sobre todo asimilar la materia por su presentación plástica, como la presentación de la propaganda de productos comerciales, y no como la aceptación intelectual por una lectura repetida y razonada.

Nuestra juventud no lee; sólo mira y oye; y por eso no sabe, por eso no discurre, por eso no se expresa.

Yo sé que van a decirme que los libros son caros, y que no hay libros adaptados a los actuales planes y programas, que han estado cambiando continuamente. Esta objeción es válida sólo en parte, porque de hecho hay buenos libros de texto; porque se pueden reeditar libros caídos en desuso y que siguen siendo valiosos; y se pueden editar otros nuevos. Y el dinero empleado en aliviar la edición de libros nuevo de texto, será una excelente inversión. Y ese dinero se hallará, si hay voluntad para ello.

Demos libros de texto a nuestros alumnos; libros bien hechos, que tengan lectura y no sólo figuras; y la cultura del país progresará.

f). Quedan todavía diversos puntos concretos, que muestran el desconocimiento de los fines y metas de la educación secundaria, y que frecuentemente son recordados en la prensa, como manifestaciones del apagón cultural, voy a enumerar algunos solamente. La pésima ortografía, puntuación y redacción en  castellano. La incapacidad para traducir, en los idiomas extranjeros. El trauma que significan para alumnos mayores las operaciones con fracciones decimales, que antes dominaban los alumnos de once o doce años. La supresión de la enseñanza del sistema métrico decimal, y de la regla de tres, con su planteamiento y raciocinio: ahora los alumnos quieren recetas, para resolver el problema con las calculadoras, pero sin entender.

El naufragio de los jóvenes ante la ubicación de los hechos y personajes históricos en el tiempo y en el espacio. Y en lugar de todo eso que antes se daba y ahora se ha perdido ¿Qué se ha ganado?

g). Pero aún nos queda una última y gravísima desviación, que está dañando el proceso educativo: todo un sistema de evaluación y calificaciones, con notables fallas.

Muchos profesores casi no usan la interrogación oral, y centran todo el proceso de evaluación en pruebas escritas más o menos frecuentes; y como las notas, con sus decimales, van acumulándose por adicción y promedios, el alumno rara vez hace una síntesis global, con la que tendría una visión de conjunto, cuyas líneas fundamentales deberían  ser lo que va a quedar por largo tiempo en su memoria y en su cultura. Para colmo de males, recientemente se está implantando una nueva reforma, por la cual se suprime la prueba global de fin de año, que tenía algo de ese valor de síntesis.

Y si a esta falla, relacionada con la materia que evalúa, se añade el uso indiscriminado de las llamadas “pruebas objetivas”, que se corrigen mecánica o electrónicamente, y en las cuales el alumno, mediante simples rayas debe manifestar sus conocimientos, sin redactar una frase, sin poder expresar un juicio personal y crítico, guiado las más de la veces por intuición, o adiestramiento y no tanto por raciocinio, entonces, ¿podremos extrañarnos de que nuestros alumnos salgan del  Colegio, sin saber pensar, sin saber juzgar, sin saber expresarse?

Se dirá que las pruebas de composición y redacción exigen de los profesores mucho tiempo para corregirlas. Pero, ¿el alumno está en el Colegio para el profesor, o el profesor para el alumno?

Se dirá que en las pruebas de composición el profesor puede incurrir en muchos errores subjetivos de apreciación, al corregirlos. Pase. Pero, en la confección de las llamadas pruebas objetivas, ¿no entran muchos factores subjetivos? Los autores más calificados en evaluación aseguran que es sumamente difícil preparar buenas pruebas objetivas, con su correspondiente escala de puntaje, para que ellas sean confiables y justas. Pregunta: ¿Todos los profesores tienen el tiempo y la preparación para confeccionarlas?

Para terminar, voy a hacer brevemente algunas reflexiones sobre otro factor, importantísimo, en la tarea de contribuir a formar hombres, de los alumnos del Colegio. Y son los profesores, los educadores.

Que sean ante todo personas enamoradas de su misión, llenas de ideal, optimistas frente al futuro, sacrificados, ya que ninguna obra grande crece, sin el aliento del sacrificio.

Podrán saber más o menos de la materia que enseñan; podrán cometer más o menos errores, porque son humanos; podrán ser más o menos sensibles al desaliento  por las incomprensiones de los demás y las fallas de su propia personalidad.

Pero, si ven en su misión de educadores, más que de simples profesores la noble y opaca misión del sembrador; si, como cristianos, ven en cada alumno un hijo de Dios que ellos deben hacer más plenamente humano, más semejante al Padre; y en sí mismo tratan de reproducir al menos algunos de los rasgos de Aquel que fue llamado por excelencia “el Maestro”, entonces, en este Colegio cristiano se superarán las pequeñeces de los egoísmos en los corazones y en los brazos abiertos por la caridad; y las limitaciones se sobrellevarán con la divina serenidad de los humildes.

Y los que un día entraron aquí niños, sensibles a todos los influjos, y con las pupilas abiertas a todos los resplandores, saldrán con la mirada dirigida hacia la altura para tomar sus decisiones, con el andar firme y decidido del que tiene una fe; con el rico brebaje de conocimientos del que aprendió a estudiar; y con el generoso corazón de aquel que sabe y quiere dar.

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